UN LUGAR PARA SOÑAR

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puesta de sol en la Alhambra

domingo, septiembre 03, 2006

La niña que no aprendió a decir no

La niña aprendió desde muy pequeña que si obedecía siempre la vida era mucho más fácil, y empezó a hacer siempre lo que le pedían.
Más tarde supo que si era capaz de interpretar los deseos de los demás y cumplirlos antes de que se lo pidieran, todavía era todo mucho más cómodo.
Era una niña educada, obediente, responsable, muy buena estudiante, hacendosa, cariñosa, siempre dispuesta a sacrificarse, la niña perfecta... y a los mayores les encantaba. Les gustaba tanto aquella niña que no se plantearon que ella pudiera tener otras necesidades, las suyas propias. Es más, cada vez esperaban más de ella, y la niña, dotada de una gran inteligencia, fue rápidamente consciente de ello, y antes de que un adulto pudiera quedar
mínimamente defraudado, ella se esforzaba más y más.
La niña quería jugar, y quería decir no, y negarse a comerse la sopa o las verduras, y trasnochar, y revolcarse y ensuciarse, y no tener que cuidar de los hermanitos, ni de los amigos de los hermanitos, ni a los vecinitos, ni... pero no podía hacerlo, porque eso defraudaría a los que la rodeaban y ya no la iban a querer tanto.
La niña fue creciendo y se convirtió en una adolescente súper responsable, una magnifica estudiante, una jovencita nada rebelde, nada caprichosa, educada... la hija, la hermana, la nieta, la sobrina y la prima que toda familia hubiera deseado.
Y aprendió que se debía agradar no sólo a los adultos para que la vida fuera más cómoda, también a los niños que la rodeaban. Así, en el colegio se convirtió en una de las alumnas más aplicadas, más participativas en clase y también en el recreo porque sabía como ganarse a los compañeros, haciéndoles los deberes, dándoles clases, y haciendo siempre lo que agradara a los demás.
Se puso un cartel invisible que decía “estoy aquí para servirte, úsame”, todo con tal de no defraudar a nadie.
Y hubo quienes se aprovecharon de la circunstancia, porque sabían que ella no diría nada para no herir a nadie; y aparecieron la vergüenza y la culpa.
La adolescente empezó a olvidar como decir NO en una época en la que lo normal es negarse y rebelarse.
A veces, la vocecita interna que vivía en su cabeza le invitaba a rebelarse, y entonces todos se enfadaban, se sentían defraudados y la hacían sentir culpable.
Pero, pronto aprendió un nuevo truco: podía ser como la vocecita quería siempre y cuando nadie se enterase. Así, cuando no estaba rodeada por los habituales se colocaba una máscara y se convertía en otra persona.
Lo único malo de esta nueva situación era que para que nadie se enterase había que mentir, pero pronto empezó a dominar también el arte de la mentira; incluso llegaba a mentirse a sí misma o a creerse sus propias mentiras. Llegó a ser tan buena que cuando alguien descubría alguna de sus otras mentiras y máscaras no tenía más que poner su cara de angelito bueno y negarlo todo para que el mundo le volviera a sonreír.
La adolescente siguió creciendo nadando entre dos mares. Para el mundo que la rodeaba era como una princesita, bella e inalcanzable, la chica que todo el mundo quería como amiga de sus hijas y como novia de sus hijos. Era adorable.
Siempre había tenido una cara muy bella, y en el momento álgido de su adolescencia, la naturaleza, generosa con ella, le convirtió en una joven muy atractiva que gustaba bastante a los chicos, lo cual generaba tensiones y envidias en su círculo más próximo, así que asimiló una nueva idea, si era menos bella que las demás, o más grande, o menos atractiva o se arreglaba menos, el problema dejaría de existir. Y, como dio resultado, empezó a creerse menos agraciada que las demás y cuando alguien le recordaba que tenía una cara muy bonita, automáticamente se buscaba un defecto que lo compensara.
Sólo quería que la quisieran por sí misma, por lo que en realidad era, pero sólo le querían cuando era lo que los demás querían.
Cada vez se encontraba más asfixiada en los mundos que se había creado, porque llegó un momento que era muy difícil complacer a los adultos, a los amigos y a la vocecita. De cuando en cuando, dejaba que alguno venciera sobre los demás y entonces se desataba la tormenta y volvía la culpa como única compañera.
Un día, alguien le dijo “te quiero” y el mundo pareció volverse de color rosa, aunque en realidad casi nada había cambiado; pronto se dio cuenta de que amar a alguien significaba no dedicarse tanto a los demás, y eso volvía a generar conflictos.
La culpa cada vez estaba más presente en su vida. Si seguía haciendo lo que hasta ahora había hecho la voz la iba a volver loca, y si hacía lo que la voz le pedía conseguiría que los demás se sintieran decepcionados. No era capaz de complacer siempre a la familia, a los otros adultos, a los profesores, a los amigos, al amor y a sí misma.
Las cosas cada vez se complicaban más y sólo encontró una solución. Empezó a trazar un plan de huida. Si se alejaba de su entorno tal vez podría empezar de nuevo.
Lejos de su ambiente dejó salir a la propietaria de la vocecita rebelde, que se manifestó como alguien inexperto que tampoco sabía lo que quería ni como lo quería. Además, fuera del círculo no era nadie, tenía que demostrarlo todo, y nunca hasta ese momento se había sentido ignorada por nadie.
Empezaron a caer golpes por todas partes. De un lado, de otro y de otro. Y ella solo buscaba que alguien la quisiera un poco.
Se inventó dos o tres personalidades más, pero ninguna era capaz de sobrevivir, porque ella sólo buscaba un poco de aceptación, algo de cariño, y la única manera que conocía para ello era complacer siempre a los demás, olvidarse de sus propios deseos y necesidades para servir a los demás.
Siguió buscando quién la quisiera por sí misma, pero tardó demasiado en volver a escuchar de unos labios un “te quiero”.
Los golpes siguieron cayendo y ella siguió levantándose del suelo, una y otra vez, pero las fuerzas cada vez le flaqueaban más. Cuando ya estuvo tan débil que supo que no aguantaría otro golpe más se encerró. Ya no tenía nada que ofrecer, ya no le quedaban fuerzas para complacer a nadie, ya no le importaba si conseguía un poco del cariño y la aceptación que tanto necesitaba, porque ya no era capaz ni de quererse a sí misma.
Durante mucho tiempo su sonrisa ha estado congelada y sus ojos me han mirado sin brillo. Aún le falta mucho por conseguir, pero está empezando a aprender a decir no.

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