UN LUGAR PARA SOÑAR

UN LUGAR PARA SOÑAR
puesta de sol en la Alhambra

martes, septiembre 19, 2006

Cuentos de colores. La hoja roja

Primavera
Se conocieron en una fiesta. Ella estaba a punto de cumplir los dieciocho y había acudido como acompañante y carabina de su prima. Él estaba con un grupo de amigos celebrando la obtención de su plaza como profesor titular en la Universidad.
Ella se sentía fuera de lugar en aquel guateque. Sentada en un rincón, bebiéndose la enésima coca cola, esperaba a que su coqueta prima dejara de flirtear con un par de chicos.
Él reparó en aquella chiquilla y quiso alegrarle un poco la noche. Se sentó a su lado, hizo un par de comentarios graciosos para hacerla sonreír y reparó en que cuando lo hacía sus ojos chispeaban y cambiaban de color. Le invitó a una copa, y cuando se levantó para ir a la barra se dio cuenta de que aquella mujercita le había embrujado con su mirada. Cuando ella le besó él supo que ya no podría, ni quería, separarse de ella, al menos hasta que la noche acabase.
Al día siguiente fue a buscarle.
Al otro también. Y a la vez que la primavera comenzaba a florecer nació un romance entre dos seres tan distantes como los once años que les separaban.
Marina estaba ávida de conocimientos y Carlos gozaba proporcionándoselos. Ella comenzaba a descubrir un mundo del que él ya estaba de vuelta. Él le hablaba de los lugares en los que había estado, las gentes a las que había conocido, los libros que había leído y los sentimientos que había experimentado y ella deseaba vivirlo en su propia carne.
Carlos fue para Marina su primer amor, su primer amante, su maestro, su líder, lo era todo; para Carlos aquella chiquilla se convirtió en la mujer más importante de su vida, a la que más había amado.
Marina tenía miles de sueños por cumplir y Carlos lo sabía. El verano siguiente Marina quiso viajar, conocer mundo, estudiar otras culturas y otras gentes y Carlos supo que debía dejarla libre.
Se separaron sin lágrimas, sin ruido, casi sin palabras, pero con los corazones rotos. Los dos sabían que se amaban, pero para ninguno de ellos era el momento.

Verano
Marina viajo, aprendió idiomas, experimentó, estudió, obtuvo su diploma y consiguió un trabajo que le gustaba. Se enamoró tantas veces como se desenamoró a lo largo de aquellos años, incluso llegó a compartir su casa con un hombre durante un breve periodo.
Había llegado el momento, estaba preparada para reencontrarse con Carlos, ahora que ya había cubierto sus necesidades y que la distancia vital entre ellos había desaparecido.
Con los primeros calores las clases habían llegado a su fin, aunque Carlos permanecía en su despacho. Le recibió con una aparente frialdad que le costó bastante fingir. La encontró más bella, más madura y más atractiva de lo que conseguía recordar y mientras hablaba con ella en su estómago cientos de mariposas volvieron a revolotear, pero la realidad se imponía.
El atractivo profesor a sus treinta y seis años estaba a un paso de abandonar su soltería. La afortunada era una colega a la que había conocido dos años atrás en un curso de verano en el que ambos coincidieron como ponentes en la misma mesa.
Realmente parecía muy enamorado de Sandra.
Marina tuvo que disimular su desilusión, e incluso se inventó una relación inexistente para no quedar humillada ante Carlos.
Se despidieron deseándose lo mejor el uno al otro y sintiendo ambos que una puerta se cerraba y una nueva herida aparecía en sus corazones.

Otoño
Durante años no supieron nada el uno del otro.
Carlos escaló puestos en la Universidad, escribió un par de libros y coqueteó durante una temporada con la política.
La pasión de los primeros años de relación con Sandra se acabó muy pronto; tuvieron una hija y la rutina se instaló entre ellos. De cuando en cuando, para probar su virilidad, coqueteaba con alguna alumna, e incluso llegó a mantener un par de relaciones extramatrimoniales. Pero cuando la melancolía se instalaba en él las imágenes de Marina se apoderaban de su cerebro.
Para Marina al principio fue difícil, y durante un tiempo se dedicó a huir de los recuerdos y de sí misma. Cambió de ciudad, abandonó su carrera laboral, encontró un nuevo trabajo y se volcó en él. Durante un tiempo se cerró a todo lo que no tuviera que ver estrictamente con su trabajo, no había amistades, no había amores, no había tiempo de ocio, sólo trabajo, ascensos y aumento de responsabilidad.
Había llegado todo lo alto que podía llegar, y un día se dio cuenta de que había pasado de los treinta y estaba sola.
Conoció a un hombre tranquilo que le ofrecía serenidad para su corazón y seguridad para su vida. Tuvo muchas dudas antes de decidir compartir su vida con él. No había pasión entre ellos, aunque sí cariño, y Marina pensó que podría acostumbrarse con facilidad a esta vida tranquila. Se compraron un adosado con garaje y jardín y planearon un futuro con hijos, monovolumen y perro.
De cuando en cuando Marina tenía que viajar por motivos de trabajo. En aquella ocasión su avanzado estado de gestación le desaconsejaba tomar el avión y decidió viajar en tren. El viaje en tren hasta París se prolongaba por más de trece horas, y aunque había reservado una cabina individual en la que podría descansar cómodamente toda la noche, consideró acertado comprar algún libro.
Estaba eligiendo entre varios libros de una estantería cuando la imagen de una cubierta llamó su atención. Sí, era un libro de Carlos, y no había duda, la fotografía de la contraportada era él. Sin dudarlo un momento compró aquel ejemplar y deseó instalarse cuanto antes en su cabina para leerlo.
Miles de imágenes se agolparon de repente en su memoria, recuerdos que durante casi once años habían estado dormidos de pronto salían a la luz.
Devoró con ansia y curiosidad los primeros capítulos de la novela histórica firmada por Carlos, y en muchos gestos del protagonista descubría a su amado, e incluso en algunos pasajes encontró retazos de su propia historia de amor.
Estaba tan abstraída en la novela que decidió llevársela al vagón restaurante con tal de no perder un minuto de lectura.
Cuando el camarero fue a servir el segundo plato reparó en el libro, y le dijo que casualmente el autor de aquella novela se encontraba en el tren, cenando en una mesa a pocos metros de distancia.
Era una oportunidad que Marina no pensaba desaprovechar; armada con su libro, la mejor de sus sonrisas y precedida de una barriga de más de siete meses se dirigió a la mesa de Carlos para pedirle que le firmara su libro.
Él no pudo ocultar la sorpresa ni la alegría que aquella aparición había supuesto. Terminaron tomando los postres y el café juntos, hablando y riendo sin parar, como si no hubieran pasado once años desde el último encuentro. Se quedaron solos en el vagón restaurante, y decidieron prolongar la conversación en la cabina de Carlos.
A través de la ventanilla un tímido sol hizo su aparición por el horizonte, y ellos seguían hablando. Carlos sujetaba sus manos para refrenar las ansias que tenía de abrazar y recorrer el cuerpo de aquella mujer, y ella se mordía el labio inferior para calmar el deseo de besarle.
París siempre ha sido la ciudad del amor, pero a ninguno de los dos la estación de Austerlitz les había parecido un lugar tan hermosa como en aquella ocasión.
Marina ni si quiera llegó a instalarse en su hotel. Intentaban cumplir con sus agendas lo más rápido posible para tener el resto del tiempo para ellos solos. Paseaban por la ciudad cogidos de la mano, besándose cada pocos pasos, hacían el amor varías veces cada noche, se amaban despacio, disfrutando de su pasión como dieciocho años atrás, cuando se conocieron.
Marina sabía que no estaba bien lo que estaba haciendo, pero no quería renunciar a aquel momento.
Una semana pasa muy rápidamente, sobre todo cuando se vive con la intensidad que ellos lo hacían. La última tarde, antes de dirigirse al hotel pasearon como cualquier pareja de enamorados por los jardines de Luxemburgo. Una fina lluvia comenzó a caer y se protegieron de ella abrazados bajo un gran paraguas rojo que Marina había comprado esa misma tarde. No querían volver aún al hotel, porque los dos sabían que esa iba a ser su última noche y deseaban prolongar el momento lo más posible.
Pasearon buscando los caminos menos transitados, los rincones más solitarios. El otoño parisino había vestido a los árboles del parque con tonos rojos; algunas hojas habían empezado a caer al suelo mecidas por un viento cada vez más frío; una de aquellas hojas se posó sobre el abultado vientre de Marina y al ir a cogerla una mezcla de sentimientos de esperanza, alegría, angustia y culpabilidad se apoderaron de ella. Mañana tendría que volver a su realidad, a su tranquilo matrimonio, su cómoda vida, la espera de un hijo muy deseado por el padre, verle crecer, educarle.... La semana romántica en Paris con el hombre de su vida había sido sólo un espejismo, un sueño del pasado y del que ya había huido con anterioridad.
Carlos adivinó en su mirada todos aquellos pensamientos. La amaba más de lo que nunca imaginó, pero sabía que no podía tenerla, que esta vez había llegado demasiado tarde a su vida.
Marina guardó aquella hoja roja entre las páginas del libro de Carlos. El sol se había ocultado ya y el viento comenzaba a soplar con un poco más de fuerza. Se refugiaron en el hotel donde hicieron el amor con una pasión desenfrenada, casi con violencia, porque sabían que ya no habría otra noche para ellos.
Antes de marcharse Carlos escribió una nueva dedicatoria en su libro.
Da igual el tiempo que pase. Siempre te amaré y siempre te estaré esperando. Tal vez entonces sea nuestro momento

Invierno
El invierno siguiente nació Pablo, y dos inviernos más tarde nació Marcos. Marina dejó aparcado su trabajo para convertirse en ejemplar madre y esposa, pero a medida que pasaba el tiempo se iba secando como la hoja roja que guardaba entre las páginas del libro.
Carlos se separó oficialmente de Sandra, siguió dando clases y escribió varias novelas más que le depararon un notable éxito como escritor, y en las que siempre, de un modo u otro, aparecía un guiño a Marina.
Aquel invierno Pablo iba a cumplir 15 años y su padre decidió que la familia debía celebrarlo viajando a Eurodisney. Los chicos lo pasaron estupendamente, pero a Marina el castillo del mundo de fantasía le recordó a una cárcel similar a su adosado con jardín y la ciudad del Sena le pareció más triste que nunca.
No quería seguir engañándose ni quería seguir aparentando ante su familia. Hacía mucho tiempo que había dejado de querer a su marido y su vida como ama de casa mantenida y madre solícita le estaba asfixiando.
No hubo lágrimas, ni dramas, ni reproches, ni culpables. El día que se marchó pequeños copos de nieve cubrían con un fino manto blanco el jardín de la casa.
Tardó dos semanas en llamar a Carlos. Por fin, treinta y tres años después, su momento había llegado.
Desde entonces para Marina y Carlos no ha habido más inviernos, sólo una continúa primavera en el otoño de sus vidas.

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