UN LUGAR PARA SOÑAR

UN LUGAR PARA SOÑAR
puesta de sol en la Alhambra

martes, septiembre 05, 2006

Cuents de colores.La bicicleta


Como todas las niñas de posguerra María era una niña flaca que soñaba con chocolate y juguetes que nunca tendría.
María vivía en la portería de un edificio de nuevos ricos con una abuela a la que llamaba madre, una tía a la que llamaba hermana, un tío al que llamaba José y dos parientes de la abuela que vinieron a pasar un par de días para buscar trabajo y ya llevan casi tres años en la portería.
A María le gustaba correr, y jugar con sus amigos en las cercanas huertas y por las calles de un barrio que está creciendo día a día.
Nuevos vecinos llegaron al barrio, esta vez familias con hijos, niños que desde el primer día mostraron su desprecio por aquel grupo de niños flacos de piel aceitunada. Niñas con grandes lazos de raso en la cabeza que jugaban con muñecas caras y con carritos de paseo y niños de rodillas limpias y pantalones sin remiendos que cambiaban cromos y canicas.
De pronto la vio. Era la cosa más bonita que jamás había visto: una reluciente bicicleta azul, con un brillante manillar elevado acabado en sendas empuñaduras de color blanco. Entre los ejes de la rueda delantera brillaban dos triángulos de un color naranja vivo, y sobre la rueda trasera un portaequipajes cargaba con unos cuantos libros atados con una cinta.
María había visto otras bicicletas, la del cartero, o la del chico de los recados del mercado, pero nada que ver con esta preciosidad, y sintió unos deseos irrefrenables de tocarla, de montarla, de poseerla. Por primera vez supo lo que era la envidia.
Desde aquel día María se acostó cada noche con la misma obsesión, la bicicleta.
Cuando estaban jugando en la calle y veía pasar aquella bicicleta se quedaba embobada siguiéndola con la mirada hasta que la bicicleta y su dueño se perdían tras tomar la curva en la Avenida de Aragón. Un día María decidió seguirles a la carrera. Varias veces creyó perderles de vista, pero finalmente vio como el muchacho ataba la bicicleta a la barandilla de unas escaleras con una gruesa cadena, cogía los libros atados en el portaequipajes y entraba en el vetusto edificio de la Facultad de Medicina.
Hizo el recorrido muchos días más, siempre con la vana esperanza de poder montar en aquella bicicleta.
Las Navidades llegaron y María con todas sus fuerzas pidió una bicicleta como recompensa por todas sus buenas acciones y buen comportamiento de todo el año. La decepción fue enorme cuando la mañana del 6 de Enero sólo encontró junto a los zapatos una bolsa de caramelos de naranja, unas muñecas recortables y unos calcetines nuevos.
El tiempo pasaba, María seguía pensando en aquella bicicleta, de cuando en cuando volvía a la Facultad sólo para poder verla un rato, y otras veces, la seguía corriendo hasta que se cansaba.
Las Navidades siguientes, y las siguientes, y las siguientes, María volvió a pedir la bicicleta como regalo, pero siempre se encontraba con el inevitable paquete de caramelos de naranja, la tira de recortables y los calcetines. Sin embargo, este año se ha encontrado con una sorpresa: junto al paquete de caramelos, envuelto en un fino papel de seda le esperaba un sujetador y un par de medias de espuma. Su abuela y las tías se han abrazado a ella y le han recordado que ya ha cumplido 15 años y que es toda una señorita, que ya no es tiempo de calcetines para ella y que el momento de jugar en la calle se ha acabado ya.
Desde ese momento María supo que nunca poseería aquella bicicleta.
El día en que cumplía 16 años su tía le regaló su primer par de zapatos de tacón, y, además, para celebrarlo, prometió llevarle al baile que se celebraba esa misma tarde en la plaza del Ángel.
Caminaba muy despacio con aquel vestido heredado, al que habían forrado con enaguas, y sus nuevos zapatitos de tacón. Al paso que iba, tardaría tanto en recorrer la avenida que llegaría tarde a la cita que tenía con su tía. De pronto, la vio y la reconoció al instante. Allí estaba, junto a una farola frente al escaparate de una bombonería.
No lo dudó ni un instante, la cogió por el manillar, metió uno de los pies en el calapiés y salió corriendo a lo largo de toda la avenida.
Unos zapatos de tacón no son lo mejor para montar en bicicleta, y ni que decir tiene que una falda acampanada y un par de refajos no son el vestuario apropiado, pero a ella pareció darle lo mismo que la gente le mirase y señalase desde las aceras y que los conductores que circulaban a esa hora por la avenida le soltasen toda serie de improperios. Ni si quiera le importó que un atractivo joven saliese de la bombonería corriendo tras ella al grito de “al ladrón, al ladrón”.
Su aventura acabó pronto, cuando la puntilla de la enagua se enganchó primero con un pedal y después con la cadena. Perdió el equilibrio y cayó al suelo. El muchacho que la seguía no tardó en llegar, sudoroso y jadeante. Se reconocieron al instante.
Unos minutos después un corrillo de gentes les rodeaban; la mayoría estaba más preocupada por saber del robo que por preguntar por el estado de la joven.
El dijo que había sido todo una confusión, la ayudó a levantarse y se disolvió aquel hato de curiosos.
Estaba turbadísima; no por el hecho de la caída, ni si quiera por el robo; era algo inexplicable pero sabía que sus mejillas se habían encendido y que si intentaba hablar la voz no saldría de su garganta.
El se ofreció a acompañarla hasta donde ella tuviera que ir. Anduvieron durante un buen rato el uno junto al otro, él empujando la bicicleta. Dieron un buen rodeo hasta llegar a su barrio. Cuando ya se despedían él le ofreció un bombón que había comprado para celebrar su cumpleaños y a cambio ella le dio dos besos y le confesó que también era el suyo.
Su tía se enojó mucho con ella por haberla dejado plantada en el baile, pero la abuela la disculpó alegando su timidez, aunque luego se enfadó al comprobar el estado en que había quedado su ropa interior.
Esa noche María volvió a soñar con la bicicleta, pero también soñó con él, y con besos, besos dulces como el chocolate que tanto le gustaba.
Desde ese día, cuando María salía a la calle se aseguraba de estar radiante por si se encontraba con Carlos. Si coincidían, él se bajaba de la bicicleta y se iban paseando muy despacio hablando de mil cosas, y cuando llegaban al camino de las huertas él le dejaba la bicicleta para que ella diera un paseo.
Hoy ya han cumplido sus bodas de oro, tienen 6 hijos y 11 nietos, 7 bicicletas, 3 triciclos, 2 coches a pedales, y una motocicleta de alta cilindrada. Y todas, todas las tardes salen con sus bicicletas a dar un paseo por lo que antes eran caminos de tierra y huertas.

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