UN LUGAR PARA SOÑAR

UN LUGAR PARA SOÑAR
puesta de sol en la Alhambra

lunes, septiembre 11, 2006

Cuentos de colores. Un hombre gris


Cándido Aranguren había llegado a la cincuentena con una marcada calvicie, una prominente barriga y unas importantes bolsas bajo los ojos.
Seguía trabajando en el mismo oscuro taller de artes gráficas después de 32 años; iba todos los días a comer a casa un menú que se repetía semana tras semana, año tras año. Por las tardes, tras la siesta habitual, acompañaba a su madre a dar un paseo por el parque, y todas las tardes terminaban en la cafetería Barahonda tomando un chocolate con churros. Después, ya en casa, mientras doña Bárbara tejía, Cándido devoraba otra de las muchas novelas de misterio que su madre le compraba en una librería de viejo de la calle Relojeros.
Los domingos seguía acompañando rutinariamente a su madre a misa en la iglesia de El Salvador y después, mientras doña Bárbara y las amigas se sentaban en un velador del Café Oriental a tomar el vermú, él se quedaba en la barra tomando una caña de cerveza leyendo el periódico.
Desde hacía más de veinte años, uno, o incluso dos sábados al mes acudía al burdel de Lola para desfogarse con alguna de sus chicas.
Algunos sábados acudía solo al cine, elegía una butaca en la última fila, y, antes de quedarse dormido, se dedicaba a observar a las parejas con cierta envidia.
En verano, cuando llegaban las vacaciones, cogían el tren, un autobús y un taxi para llegar hasta un villorrio donde la vida parecía haberse detenido un siglo atrás, y en el que la máxima distracción consistía en tomar las aguas medicinales de una fuente y sentarse en la plaza a contemplar a las gentes.
Cándido no tenía amigos, algún conocido al que saludaba de camino a misa o en el Café Oriental. Con sus compañeros de trabajo apenas mantenía relación, y las amistades de la infancia y juventud habían desaparecido hacía ya muchos años.
Una vez tuvo un gran amor. Blanca y él fueron novios durante siete largos años, pero doña Bárbara nunca vio con buenos ojos aquella relación. Llegaron a comprometerse y a fijar fecha para la boda, pero no llegó a celebrarse, y Blanca, marcada y avergonzada por la sociedad pacata de una pequeña ciudad de provincias, huyó sin dejar rastro.
La vida de Cándido desde que su madre enviudara, apenas había cambiado nada.
Hasta hacia quince días.
El martes cuando Cándido llegó al domicilio a medio día la mesa no estaba puesta, y la casa no olía a cocido.
Encontró a su madre en la cama, con la boca abierta y la mano derecha estrujando su camisón a la altura del pecho. Según el doctor había fallecido de madrugada de un fulminante ataque al corazón.
Durante unos días Cándido deambuló por la casa sin saber qué hacer. Un día, a la salida del trabajo, se encontró paseando su soledad y hablando solo por el parque; en ese momento decidió que su vida iba a cambiar.
Cuando esa tarde llegó a casa empezó a amontonar ropa y enseres personales de su madre para deshacerse de ellos. Después les tocó el turno a las figuras de porcelana, los jarrones, las fotos, y un montón de cachivaches estratégicamente colocados por cualquier rincón de la casa.
Al día siguiente, al volver del trabajo reanudó la tarea ordenando viejos papeles. Y en el fondo de un cajón encontró seis cartas dirigidas a él sin abrir. Los sobres estaban amarillentos, pero con claridad pudo ver que el remitente era Blanca, su amor.
En aquellas cartas Blanca le decía que siempre le amaría y le pedía que se reuniese con ella en Barcelona, donde lejos de su madre podrían comenzar una nueva vida. En la última carta le escribía que siempre le esperaría.
Aquella noche Cándido no pudo dormir, pero soñó despierto con Blanca. Recordaba el tacto de su suave piel de una transparencia como la porcelana, el aroma de su largo cabello castaño, sus ojos oscuros enmarcados por aquellas largas y espesas pestañas, su boca de fresa que tantas veces le había besado, sus pechos con los pezones siempre erguidos, los lunares de su vientre que dibujaban el mapa hacia un tesoro, sus piernas de carne prieta, sus diminutos pies siempre tan fríos... De repente la cama le pareció más grande que nunca y sintió que su vida estaba completamente vacía.
Aquella misma mañana pidió un permiso en el trabajo; después fue al banco y sacó todos sus ahorros. En la maleta sólo metió un traje y una muda, las cartas y una vieja foto de Blanca. Se despidió de aquellas viejas cuatro paredes sin saber si algún día iba a volver y se encaminó a la estación, donde compró un billete para Barcelona.
Todo el trayecto lo pasó pensando en Blanca, en lo que iba a decirle, cómo se lo iba a decir, cuál sería su reacción. De pronto pensó en la cantidad de años que habían pasado, ¿serían capaces de reconocerse?, ¿seguiría Blanca esperándole?
La llegada a Barcelona le impactó; era la primera vez que viajaba solo y la primera vez que estaba en una gran ciudad. Las dudas volvieron a hacer mella en él de nuevo.
Decidió empezar a buscar a Blanca desde ese mismo momento. En la estación tomó un taxi y le dio la dirección que Blanca apuntaba en su última carta. Después de un recorrido largo y enrevesado llegaron a un barrio modesto a las afueras de la ciudad. En el domicilio indicado en el sobre actualmente vivía una familia marroquí que no pudo darle ninguna indicación a cerca del paradero de Blanca. Preguntó en las viviendas vecinas, pero nadie la recordaba.
En un comercio de la calle una señora mayor reconoció a la joven de la fotografía y le aconsejó que se dirigiera a una fábrica de cartonajes de un polígono vecino donde tal vez podrían darle razón de ella.
En la fábrica casi nadie recordaba a Blanca, pero ante la insistencia de Cándido se ofrecieron para buscar en los archivos su última dirección y quedaron en avisarle un par de días más tarde.
Buscó una pensión en la que alojarse, se compró un teléfono móvil y algo de ropa nueva y se dedicó a pasear por la ciudad escudriñando la cara de todas las mujeres con las que se fue topando.
Buscó su nombre en las guías telefónicas, pero no obtuvo resultado.
Siguió buscando su cara por las calles, en los comercios, en los bancos de los parques, entre las mesas de las terrazas de los cafés, pero no tuvo suerte.
Volvió a la fábrica donde le dieron una nueva dirección, muy cerca del puerto, y allá que se fue con una ilusión renacida. Pero la decepción fue enorme, la casa ya no existía y en su lugar habían levantado un moderno edificio municipal.
Alguien le informó que la mayoría de los vecinos de la zona se había trasladado a Hospitalet y hasta allí se trasladó.
Pasaron otros cinco días de infructuosa búsqueda. Las esperanzas de Cándido cada vez eran menores y Barcelona y Hospitalet cada vez le parecían mayores.
Aquella tarde se encontraba agotado, física y moralmente extenuado. Paseaba solitario por el barrio gótico de Barcelona y sin saber cómo sus pasos le encaminaron hacia un decrépito lupanar.
El local era sórdido, mal iluminado y envuelto en humo y aromas agrios. En la barra una mujer de generosos pechos y abundante maquillaje entretenía a un par de octogenarios; en una mesa otros dos ancianos invitaban a una botella de champán a tres mujeres; un poco más allá una mujer bailaba para una pareja, mientras al fondo del local un grupo de cortesanas escasamente vestidas se contoneaban al compás de la música.
Pidió un cubata; la mujer de los grandes pechos abandonó al par de ajados casanovas y comenzó a hacerle arrumacos a Cándido, que terminó por pedir una habitación y un servicio completo.
Le dieron la llave de la habitación 14 y le asignaron a Cristal.
La habitación tenía las paredes forradas con un desgastado papel con motivos barrocos en tonos amarillo y plata, una cama alta y grande con el cabecero de madera arañada por el paso de los años, una mesilla a juego sobre la cual había una caja de pañuelos de papel y una lámpara con el pie de bronce, un gran espejo, un butacón raído y un perchero completaban la decoración.
Cándido ya se había desprendido de la chaqueta y de los zapatos cuando entró Cristal.
Era una mujer de mediana edad, entrada en carnes, con unos brazos fofos y unos muslos marcados por la celulitis. Su piel era tan blanca que transparentaba sus venas azuladas. Su cabello estaba teñido de un rubio chillón que contrastaba vivamente con sus oscuras cejas. En cuanto a su rostro, tal vez en el pasado había sido una mujer bella, pero los años, las tristezas y la mala vida habían ido marcándose en cada pliegue de su piel.
Sin quitarse la ropa se tumbó sobre la cama y con una voz que él rápidamente reconoció le dijo:
_ “Cándido, amor mío, cuánto has tardado, ¿no me recuerdas? Soy yo, Blanca.”
Algo pasó por su cabeza en aquel momento, un rayo que le nubló la vista y le turbó el conocimiento. Sólo podía oír la risa de aquella mujer y las palabras de desprecio que hacia ella su madre siempre había utilizado.
... .... ...
Cuando la policía llegó encontró a Cándido llorando abrazado al cuerpo inerte de la prostituta. Las paredes y las sábanas estaban salpicadas de sangre, y sobre la cama encontraron la lámpara con el pie de bronce con la que la había golpeado en la cabeza en numerosas ocasiones hasta acabar con ella. No opuso ninguna resistencia cuando se le llevaron esposado y sólo acertó a decir “la he encontrado”
... ... ...
Cuando preguntaron a los vecinos todos coincidieron al decir que no se esperaban algo así de él, que parecía un hombre tranquilo y pacífico. Casi todos dijeron que era un tipo anodino, de esos que no llaman la atención. Una vecina le definió como un hombre gris del que nadie esperaba un acto como aquel.

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