UN LUGAR PARA SOÑAR

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puesta de sol en la Alhambra

martes, septiembre 12, 2006

Cuentos de colores. La puerta verde

Dedicado a Hugo

Por fin había llegado el gran día, con un año de retraso, eso sí, pero había llegado. Literalmente había saltado de la cama, estaba tan excitada como la mañana de Reyes. Lo tenía todo preparado en mi cartera marrón con asa de cuero y cierres metálicos.
Ya casi eran las nueve de la mañana... ¡qué ilusión!
Por cosas de la burocracia que entonces no entendí, y que hoy sigo sin entender, había tenido que retrasar mi entrada todo un año. Durante todo aquel tiempo me pregunté por qué yo tenía que ser diferente a los demás, por qué yo tenía que quedarme en casa.
No es que no lo pasara bien con mis hermanos... es que ¡tenía tantas ganas de aprender! Pero, que nadie piense que perdí el tiempo, ya me ocupé yo de que no fuera así (bueno, he de decir que ante mi insistencia conté con la ayuda de mis padres.)
Yo hubiera preferido el modelo de finas rayas rojas y blancas con un gran lazo de raso rojo a juego, pero tuve que conformarme con el sencillo blanco. En cambio, mi hermano, para el que también era su primer día, estaba radiante con el mil rayas azul.
Salimos de casa de la mano de mi madre. Yo recorrí el camino con una alegría y un orgullo inexplicable, me sentía feliz; en cambio, la cara de mi hermano era todo un poema. Prácticamente mi madre tenía que tirar de él, mientras que a mí tenía que frenarme.
Cuando cruzamos el arco y me vi rodeada de niños de todas las edades gritando, llorando, riendo, jugando y hablando supe que ya no había marcha atrás y que esta vez mi anhelo se iba a hacer realidad.
Y por fin llegamos ante la puerta verde.
Sólo los párvulos accedíamos al colegio por la puerta verde, el resto de las clases lo hacían directamente por la gran puerta de hierro.
Pero los párvulos, de 4 y 5 años, éramos especiales. Éramos los únicos que en aquel entonces tenían clases mixtas, y, además teníamos nuestro propio patio de recreo separado del resto por una gran escalera y una pequeña tapia. Aquel patio era mucho más pequeño que el otro, pero mucho más bonito, con macizos de flores, banco de arena, algún columpio, pelotas y una fuente bajita de color verde.
Ante la puerta verde los niños y niñas, con nuestros baberos nuevos y de la mano de nuestros padres nos mirábamos unos a otros. La mayoría lloraban y hacían pucheros, mientras que yo, exultante, me dedicaba a consolar a mi hermano y a los de mí alrededor.
De pronto, la puerta verde se abrió y una mujer robusta pero con la voz muy dulce empezó a nombrar a los niños y niñas de 4 años para que formaran una fila de dos en dos y entraran en clase.
Vi a mi hermano formar parte de esa fila emparejado con una preciosa niña de cabellos dorados bastante más alta que él. Cuando atravesó la puerta nos echó una última mirada llena de temor ante el nuevo mundo que se abría a él.
Tras la última pareja de niños de 4 años la puerta verde volvió a cerrarse.
La impaciencia me iba a matar, yo quería entrar ya, ¿por qué habían cerrado dejándome fuera? Mi mirada interrogó a mi madre que me calmó dándome una explicación lógica.
Observé a las otras niñas y niños de baberos blancos; iban a ser mis compañeros durante muchos años, algunos incluso mis amigos de por vida. Había algunos que se agarraban con fuerza a sus padres, otros sollozaban, pero también había quién como yo estaba nerviosamente expectante deseando que se abriera de nuevo la puerta.
Y la puerta verde se abrió otra vez e hizo su aparición una anciana menuda de cabellos grises y maneras delicadas, doña Teresita, la mujer más dulce que se puede encontrar en un aula.
Nos fue llamando por nuestro nombre y apellidos y emparejándonos por orden alfabético.
Liberados ya de nuestros padres formamos una fila de parejas. Yo me dediqué a animar y a consolar a mis compañeras, a contarles todo lo que íbamos a hacer y lo bien que lo íbamos a pasar.
Atravesamos la puerta verde y entramos en un mundo nuevo: el colegio. Aquel fue uno de los días más felices de mi niñez. Mesas y sillas a nuestra medida, lápices de colores, una gran pizarra, letras, números, cartillas, cuadernos, instrumentos musicales y algún juguete formaban parte del decorado.
Atravesar aquella puerta era como atravesar un túnel del tiempo, dejábamos de ser bebés y empezábamos a ser niños mayores. Íbamos a aprender, a adquirir conocimientos, pero también a jugar, a hacer amigos, a ser un poco más independientes, más mayores.
Durante nueve meses atravesé con alegría la puerta verde acompañada de mi hermano, que ya nunca más entró con miedo, entre otras cosas porque desde entonces supo que siempre yo estaría a su lado. Para mí cada día allí había algo nuevo y maravilloso, algo que me hacía crecer un poco más.
Cuando aprendí la magia de juntar letras para que estas formaran palabras y a su vez llenas de sentido hice uno de los mayores descubrimientos, y desde entonces no he parado de leer, de escribir, de juntar palabras, de comunicarme con otros, y siempre recuerdo que eso lo aprendí tras la puerta verde.

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