UN LUGAR PARA SOÑAR

UN LUGAR PARA SOÑAR
puesta de sol en la Alhambra

domingo, septiembre 30, 2007

Los tontos más listos

El Pedergal era un pequeño pueblo aislado a los pies del monte donde durante siglos la endogamia había sido una práctica común entre sus habitantes, dando como resultado un número importante de seres diferentes, o como muchos llamarían, deficientes. Conocí a algunos de ellos durante una temporada que pasé en un finca cercana al pueblo, y descubrí en ellos a unos seres con un corazón puro, sin ninguna maldad, con una capacidad enorme para la felicidad y, en los que, cuando aprendías a escuchar, descubrías que su inteligencia no era tan escasa... sólo distinta a la nuestra.

Recuerdo con especial cariño a dos hermanas: Dolores y Paquita. Ambas habían superado ampliamente el medio siglo, pero su coquetería les impedía confesar su verdadera edad, y como ellas seguían vistiendo, hablando y comportándose como adolescentes, era muy difícil saber qué edad podrían tener. Vivían solas, y Paquita era la que administraba el dinero, y todos los meses, según me contaron, tenía la misma pelea con el empleado de la Caja Rural, porque Paquita sólo quería cobrar en billetes pequeños, billetes que ella pudiera contar; así que cuando el cajero le daba un billete grande escondido entre el fajo, ella lo distinguía perfectamente y montaba un número en la oficina, porque el valor del billete grande para ella no existía, a ella lo que realmente le importaba era el número total de billetes con el que se marchaba del banco. Y, Paquita, viendo un montón de billetes sobre un mostrador adivinaba la cantidad exacta, confundiéndose en las mínimas ocasiones y por cantidades muy pequeñas. Nunca nadie fue capaz de engañarle en una suma o con el cambio en una compra.

Su hermana Dolores, Lolita, era una mujer coqueta en extremo y adicta a la limpieza, a mí, personalmente, me recordaba a la ratita presumida. Tenía una salud de hierro, hasta que al pueblo llegó un nuevo médico, un joven bien parecido del que Lolita se enamoró como una colegiala. Desde aquel momento no hubo una semana en la que Lolita no sufriera una extraña dolencia que necesitara de las atenciones del doctor, que con infinita paciencia le auscultaba, tomaba la tensión o simplemente escuchaba. Y, cuando alguien intentaba mofarse de ella, Lolita, con su habitual coquetería les narraba como le tomaba la mano (aunque fuera para medir su pulso), escuchaba los latidos de su acelerado corazón o le acariciaba, y, no pocas sentían envidia de como ella era tratada por su amor.

Conocí también a Felisín, un hombre realmente especial. De él tampoco podría decir su edad, aunque supongo que era bastante. Era un hombre para todo: igual hacía recados, que ayudaba al alguacil, que barría las calles, que hacía de arbitro en las peleas de los chicos, que regulaba el tráfico o que ayudaba en la iglesia. Pero, ante todo, Felisín se sentía músico; no había nada que le atrajese más que la música, y cuando una orquesta o una banda llegaba al pueblo, allí estaba él, admirando los instrumentos, haciendo preguntas, intentando codearse con ellos. Y, es que, al fin y al cabo, él era músico, como así se lo hizo saber un día a un trompetista de una orquesta. Cuando el trompetista, incrédulo, le preguntó qué instrumento tocaba, Felisín, muy serio, le contestó que un instrumento de cuerda, y cuando el músico, totalmente intrigado quiso adivinar cuál, Felisín orgulloso le contestó que las campanas. Y era totalmente cierto, pues era el campanero del pueblo. Con los años El Pedregal llegó a tener su propia banda y me contaron que la primera vez que la banda salió con la procesión de la Virgen de Los Montes, a Felisín le otorgaron el honor de dirigir el primer tema.

Y no quisiera olvidarme de Manolito, con el que pasé algunos ratos inolvidables. Manolito era un ser excepcional, con una memoria prodigiosa y unas costumbres algo atípicas. Era capaz de recitar de memoria pasajes enteros de varios libros, se sabía infinidad de poesías, imitaba las voces de cualquiera de los vecinos, multitud de sonidos y las voces de muchos animales. Sus predicciones meteorológicas tenían fama en toda la comarca y por las noches sabía guiarse por las estrellas. Según me contaron su infancia, a diferencia de los otros, fue dura, y, al volver del servicio militar, Manolito se encontró más sólo y desprotegido que de costumbre y empezó a refugiarse en el alcohol.

A Manolito le gustaba viajar, pero no se fiaba de los transportes. Me recordaba que cuando estuvo en Madrid solía transportar en una bicicleta paquetes de su cuartel al edificio de Correos, y, que en una ocasión, en plena Castellana, se vio rodeado de automoviles (pocos debían ser, porque me hablaba de tiempos pretéritos). El caso, es que tuvo un pequeño percance, y se asustó tanto que abandonó la bicicleta y salió corriendo con los paquetes en la mano. Desde ese día decidió que lo más práctico era ir a todas partes corriendo, y, sin importarle las distancias, de esa manera hacía sus desplazamientos.

Manolito contaba historias verdaderamente divertidas, sobretodo si le animabas la lengua con una copita de anís, y entonces recordaba con nitidez anécdotas casi inverosímiles que formaban un corrillo de parroquianos a su alrededor.

Pero lo que más le gustaba a Manolito era la radio, más que el anís. Lo más habitual era ver a Manolito por la calle con la mano izquierda sobre su oreja retransmitiendo un partido de fútbol, un noticiario, una corrida de toros o cualquiera de las coplas de Rafael Farina o Miguel Molina. Sí, he dicho retransmitiendo, porque Manolito no tenía transistor; en una ocasión, uno de sus parientes le trajo de la capital el último modelo, y Manolito no cabía en sí de gozo. Pocos días más tarde, aquel familiar vio que Manolito había vuelto a su costumbre, y al preguntarle, le contestó que ya no le gustaba, porque no decían lo que el quería oír ni cantaban lo que él quería, así que prefería su radio. Así se las gastaba Manolito.

Hace poco volví a El Pedregal. Ya no vive ninguno de ellos, y les recordé con nostalgia e inmenso cariño. Desde aquí mi pequeño homenaje para ellos.

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