UN LUGAR PARA SOÑAR

UN LUGAR PARA SOÑAR
puesta de sol en la Alhambra

miércoles, octubre 29, 2008

La mujer del hielo

Dicen que cuando estás a punto de morir toda tu vida pasa por tu mente en un instante. Ese no fue mi caso, tampoco vi la luz blanca al final del túnel, ni nada de eso que habitualmente se cuenta. Cuando recibí el golpe en la cabeza sentí un profundo dolor y un fuerte escozor, y unos segundos después noté algo viscoso y caliente que empapaba mi cabello y se deslizaba por la nuca hacia la espalda, después se hizo la oscuridad, aunque aún podía oír, oler y sentir el movimiento. Después, cuando me arrojaron al agua noté el frío, como las piernas se me iban inmovilizando, como me hundía sin poder evitarlo, como los latidos de mi corazón se iban ralentizando, como iba perdiendo los sentidos poco a poco, hasta que dejé de sentir.

No sé cuanto tiempo permanecí así, ni quién me rescató, no recuerdo nada de eso. Sólo sé que un día, de repente fui consciente de estar en una cama, rodeada de tubos, cables y máquinas, que las enfermeras me cambiaban de posición cada cierto tiempo, que me lavaban una vez al día, cambiaban mis sábanas y de cuando en cuando me observaban y hacían algún comentario.

Estaba en un hospital y estaba en un coma profundo. Según decía el personal sanitario, no había ninguna esperanza para mí, pero, al ser una desconocida no identificada, no podían desenchufarme.

Pasó un tiempo hasta que me di cuenta de que ellos no hablaban en mi lengua, pese a todo yo les entendía perfectamente. Incluso entendía a una de las señoras de la limpieza que, en otro idioma, solía cantar tristes canciones de desamor y me llamaba la mujer del hielo. A veces, mientras limpiaba, aquella mujer me contaba cosas de su triste vida de emigrante.

De pronto, un día, empecé a recordar. Había salido de España dos días antes con destino a Hungría, a Budapest, para después viajar a Viena para descubrir el esplendor del viejo imperio Austrohúngaro. No era la primera vez que viajaba sola, de hecho, desde hacía cinco años solía reservar al menos una semana para disfrutar del placer de hacer turismo internacional en solitario y a mi ritmo. Por supuesto no hablaba ni una palabra de húngaro, pero con mi inglés, mi poco francés y mucha buena voluntad, cualquier destino es accesible.

Aquel día, tal vez apabullada por la monumentalidad del Budapest histórico, majestuoso, preciosista y melancólico, decidí adentrarme en búsqueda de la realidad húngara. Todos me dijeron que Hungría en general, y Budapest en particular, era uno de los lugares con más baja criminalidad de Europa, así que no tenía nada que temer. Bien abrigada y pertrechada con mi cámara, crucé el puente de la emperatriz Isabel sobre el amarillento Danubio y me adentré callejeando en la parte más oriental de Pest. Cuanto más me alejaba del Danubio, más sórdida se iba haciendo la ciudad. El sol se fue ocultando y la temperatura descendió bruscamente. Estaba cansada, aterida de frío, sólo quería volver al hotel, y anduve en busca de una parada de autobús, de tranvía o un taxi. Tres hombres se me acercaron, se ofrecieron a ayudarme y a acompañarme hacia una parada de autobuses. Nunca llegué a la parada. En una de aquellas callejuelas me golpearon en la cabeza y me robaron todo lo que llevaba; al perder el sentido se asustaron, y decidieron tirarme en el pequeño lago semihelado de un cercano parque.

Los días se sucedían en aquel hospital. Yo quería hablar, quería moverme, hacerles ver que seguía viva, que estaba despierta, pero mi cuerpo no respondía. Un día oí decir a una de las enfermeras que iban a dejar de alimentarme, que estaba costando un dineral al hospital, y que no podían seguir manteniendo eternamente a la extranjera desconocida. Esa misma noche la limpiadora se sentó unos minutos a mi lado. Como otras veces empezó a hablar, se sentía fracasada, no soportaba la tristeza y la añoranza de los suyos y volvía a su país, porque no soportaría volver a entrar en la habitación y no ver más a la única persona que durante casi un año la había escuchado, su mujer del hielo, la que la había echo mantener la esperanza con la expectativa de verme un día despertar. Noté sus lágrimas y un beso que depositó sobre mi mejilla, y mi mente empezó a verlo todo más claro. Me iban a dejar morir, me iban a desconectar, pero yo estaba viva, podía oír, oler, sentir el tacto, podía pensar, incluso con mucha más claridad que antes. Tenía que luchar, tenían que descubrir que estaba viva.
Hice grandes esfuerzos por abrir los ojos, por emitir sonidos, por mover mi cuerpo, y, de pronto se obró el milagro: moví mi brazo izquierdo y lo llevé hasta la cara de aquella mujer. Abrí los ojos y conseguí ver una imagen diluida de su rostro.
La conmoción fue grande en el hospital. Decenas de médicos y enfermeras acudieron a la habitación. La mujer del hielo había despertado de su largo letargo. Quería hablar, pero mi garganta estaba atrofiada y ocupada por un tubo. Movía mi mano izquierda en el aire y parpadeaba intentando hacerme entender. Repentinamente fui consciente de otra realidad: mis piernas habían desaparecido, ya no estaban, y todo el lado derecho de mi cuerpo estaba totalmente inerte. Empecé a hacer grandes aspavientos y conseguí quitarme algunos cables. Los médicos hablaban en su lenguaje técnico a mi alrededor, pero, por algún motivo desconocido, yo les entendía perfectamente.
Durante varios días me hicieron todo tipo de pruebas y exámenes. Al final del día mamá Svetlana, la limpiadora, entraba a mi habitación con una sonrisa y se sentaba a mi lado para hablar un rato conmigo. Un día mi garganta fue capaz de emitir sonidos y en un lenguaje que para mí resultaba completamente extraño, ruso, conseguí mantener una fluida conversación con ella.
El neurólogo no daba crédito, era capaz de entender y hablar perfectamente en ruso y en húngaro, dos idiomas que desconocía. Hizo una prueba más, llamó a un residente, un turco; al principio me costó entenderle, pero tras unos minutos, estaba en agradable charla con él. Era increíble e inexplicable.
Hace unas semanas me han dado el alta y he vuelto a España, y me he traído con migo a Svetlana. He perdido mis piernas, la movilidad de mi brazo derecho y la visión de un ojo, pero, a cambio he recibido un don que nadie puede explicar. En pocos minutos soy capaz de entender cualquier lengua viva o muerta, y de hablarla con bastante corrección. También he desarrollado una capacidad especial para entender otros lenguajes, como la música, el lenguaje informático, el lenguaje de sordos, la telegrafía. Además mi cerebro, dañado por el golpe, es capaz de retener, archivar y explicar cualquier dato, soy como un gran ordenador viviente.
Nunca vi pasar mi vida en imágenes, ni vi la luz al final del túnel, porque nunca estuve cerca de la muerte, el hielo conservó mi cerebro dañado y le dio unas capacidades extraordinarias que me han proporcionado una nueva vida llena de posibilidades.

No hay comentarios: