UN LUGAR PARA SOÑAR

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puesta de sol en la Alhambra

miércoles, noviembre 29, 2006

Noche de infieles

Yo llamo noche de infieles a ese par de noches al año en que casi todos salimos con nuestros compañeros de trabajo o con nuestros amigos, pero sin nuestra correspondiente pareja y en la que, irremediablemente, y por muy bien que se lo esté pasando, siempre hay alguien con sentido de culpabilidad hacia el que se ha dejado en casa; es esa amiga que no para de repetirte que se lo está pasando como nunca y que esto hay que repetirlo en más ocasiones, pero a la que a la segunda copa ya le están entrando los remordimientos de conciencia.
Hay una noche de infieles por excelencia, la de la cena de Navidad.
La nuestra prometía, un grupo de ocho mujeres solas, ataviadas con sus mejores galas, con una capa extra de maquillaje y muchas ganas de juerga.
Empezamos tomando un vinito en una antigua bodega del centro mientras esperábamos al resto de las compañeras, sólo para entonarnos. De ahí pasamos al restaurante; de la cena sólo puedo decir que fue escandalosa: escandalosamente cara teniendo en cuenta la nula variedad, la poca cantidad y la escasa calidad, y escandalosamente ruidosa ya que en el mismo salón nos juntamos con la cena de otras cinco empresas: una mensajería, una cadena de electrodomésticos, una empresa de informática, un laboratorio farmacéutico y la delegación comercial de una multinacional, los más alborotadores, tanto que ya en la cena tuvimos nuestra primera baja, una de nuestras chicas se pasó a las filas de los comerciales y desapareció entre carantoñas.
Lo mejor de la cena, sin duda, la sobremesa, a base de cánticos, chupitos de licor, chistes y comentarios subiditos de tono. Nadie se dio cuenta, pero yo me agencié la frasca de licor de manzana sin alcohol y me la bebí prácticamente entera, mientras ellas daban cumplida cuenta de un aguardiente infame y otros licores de procedencia desconocida.
Con el estomago lleno, la compañía añadida de algunos adosados de las otras mesas y haciendo eses nos dirigimos a una de las discotecas más famosas y de moda de la capital. ¡Qué lujo!, ¡qué escalera!, ¡menuda tapicería y vaya lámparas! Lástima de palacete histórico reconvertido en templo de la modernidad, pero ya se sabe, renovarse o morir. Por cierto, las ansias de mi compañera Estrella no se vieron recompensadas aquella noche, no había ningún famoso en el local, o al menos, ella no lo encontró.
Recorrimos un montón de salas pasando del trance al progresive, del hip hop al house, de la electrónica al chill aut, de la tropical al hardcore... me debo estar haciendo muy vieja, porque casi todo me parecía el mismo rollo repetitivo y aburrido. Como es lógico terminamos en una sala de pop rock español, abarrotada y repleta de gente como nosotras, que bailaba y coreaba todas y cada una de las canciones.
Como es preceptivo en la discoteca nos tomamos otro pelotazo, que ya nos lo habían cobrado con creces con la entrada, y sufrimos otras dos bajas: a Soraya le dio el ataque de nostalgia y culpabilidad por haberse dejado a su novio en casa y se marchó sin terminarse su copa, y Eva, por no ser menos, decidió acompañarla. Las jóvenes iban abandonándonos dejándonos solas ante el peligro.
No sé muy bien cuantas copas llevaba encima Maite cuando empezó su particular espectáculo: subida sobre una plataforma, descalza, bailando como si quisiera desencajarse y lanzando besos a diestro y siniestro; conseguimos bajarla cuando ya había comenzado el estripteasse. ¡Menuda cogorza! De ahí pasó a la fase de los insultos contra todos los hombres, y luego a la llorera. La metimos en un taxi en dirección a su casa y no supimos nada de ella hasta tres días más tarde.
Por cierto, por el camino perdimos a Estrella, que, como no encontró a ningún famoso, se enrolló con un chico que se parecía bastante a Enrique San Francisco, que según ella le da morbo... no sé que pensará de eso su pareja, que se parece más bien a Bud Espencer.
Ya sólo quedábamos tres, y seguíamos con ganas de diversión; Eva sugirió un local que conocía, y allí que nos dirigimos.
El Jopplin era un local que había estado de moda veinte o veinticinco años atrás y en el que nada había cambiado con el tiempo, ni si quiera la clientela. Tenía dos plantas: en la inferior la barra de madera forrada con un acolchado skay verde con los taburetes a juego lo ocupaba casi todo, dejando sitio al fondo para un par de butacones en torno a unas mesitas en penumbra; subiendo por las mullidas escaleras llegabas a una sala más amplia en la que destacaba en el centro una pista de baile, con su indispensable lámpara-bola de cristal, y a su alrededor se repartían, estratégicamente iluminadas, las consabidas butaquitas con sus mesitas... todo muy kistch.
La música era buena, se podía bailar, se podía charlar cómodamente y además preparaban unos cócteles deliciosos. Al principio estuvo bien, pero llegó un momento en que el cansancio se apoderó de mis pies y de mis párpados, y empezó mi lucha a brazo partido contra los ataques de bostezo. En aquel momento Eva nos estaba hablando por enésima vez de su maravilloso marido, de la relación de confianza que mantenían, que entre ellos no había secretos, ni celos, y bla blabla bla bla...
No podía más. Tenía que ir al servicio, orinar el cóctel y despejarme un poco antes de despedirme.
Los servicios estaban en el lugar más extraño, en la planta baja, entre la barra y la puerta de entrada. Para poder acceder a ellos tuve que incordiar a una pareja que se estaba haciendo un intensivo reconocimiento buco dental con la lengua, y, entonces, reconocí a aquel besucón: era el marido de Eva, que se mostró presto a darme todo tipo de explicaciones sin quitar la mano de entre las piernas de la rubia de bote con la que se estaba dando el lote.
En cuclillas sobre la taza del inodoro decidí sobre mis posibilidades: podía no decir nada, que Eva descubriera a su marido y se le cayera de una vez el mito y de paso la soberbia, o ser una buena amiga, subir como si no hubiera pasado nada y entretenerla un rato hasta que el susodicho fuera capaz de huir de la escena del crimen.
Opté por la segunda opción. Me dirigí a Vicente y le di cinco minutos para que apurase la copa, se despidiese de la peliteñida y se fuera a casa a esperar a que su mujercita llegase al dulce hogar; siempre recordaré la cara de Vicente.
Cuando subí Eva seguía hablando de las bondades de su marido. Tuve que disimular un poco, y convencerles para bailar la canción que estaba sonando, y aún dos más, para asegurarme de que Vicente cumplía correctamente su cometido.
Era ya muy tarde cuando nos despedimos; recostada sobre el asiento del taxi que me llevaba a casa no podía parar de pensar en mi cama, y en el hombre que me estaría esperando en ella manteniéndomela caliente, y de pronto me entró una pequeña dosis de culpabilidad... ¡con lo bien que hubiéramos estado los dos juntitos esa noche, y lo que me dolían los pies!

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